Publication |
IDEAL |
Date |
June 27, 2010 |
Author |
Andres Molinari |
La danza es un arte cimbreante, que se amolda a cada cuerpo, a cada país, a cada cultura, sin perder su esencia noble tan antigua y seductora como la propia humanidad. Desde la cultura europea llegó a Norteamérica un bailarín también cimbreante y noble que se afincó en Nueva York y que sería llamado a reverdecer los viejos brotes de la danza contemporánea.
George Balanchine fue un junco en las riberas del agitado río Hudson. Aunque de simiente rusa, su tallo y sus frutos germinaron genuinamente neoyorkinos. Como los juncos de la orilla supo amoldarse al swing y a las esencias del jazz, supo empaparse de la vitalidad norteamericana, orillando su popular comedia musical, supo mantenerse firme al borde de la tonalidad, o lo que es lo mismo, sin cerrar los cuadernos del clasicismo supo, en fin, arrimarse a los músicos más acordes con su estética, equivocadamente tildada de ecléctica.
Toda esta botánica de artista cimbreante con sus contemporáneos pero bien arraigado en su propia estética quedó de manifiesto anoche en la gala ofrecida por el Boston Ballet en el Generalife. De su última época vimos el 'Ballo Della Regina', una mirada entre turquesa y malva hacia el ballet del XIX, sobre el cual los bostonianos depuraron su danza con exquisitez aunque con plenitud de tópicos.
Manos lánguidas para evocar, cuellos tensos para dramatizar, arco de brazos para convencer... Una grata secuencia de números con la mujer como protagonista indiscutible y el Verdi más palaciego como fondo. Una perfecta conjunción casi de relojero entre lo que se ve y lo que se escucha, entre las coreografías y las músicas elegidas para ofrecerle su cañamazo.
En la segunda parte nos esperaba la pieza más clásica del coreógrafo. 'The Four Temperaments'. Con más de cincuenta años a sus espaldas, es una de las piezas maestras del siglo XX, que ha seducido a grandes directores, como Makhar Vaciev, y a míticos ballets, como el NYCB.
Bailarinas
Massachussets está lejos de Nueva York, sobre todo en estilo. En Boston saben mantenerse un tanto ajenos a aquel apego que tenía Balanchine por la ciudad de los rascacielos y tal vez por eso la versión de Nissinen dista de la que diseñó el New York City Ballet, que es considerada por muchos como el referente a admirar.
Las bailarinas de Boston marcaron su cintura como ecuador estético resaltando ese gesto de vientre atávico hacia delante que tan llamativo resulta en esta coreografía. Animosas y correctas en las parejas, un tanto aceleradas en los conjuntos y precisas en el dramatismo colérico, fueron sin duda lo mejor de la noche.
Para cerrar la gala, el rojo rutilante de Bubies, que rubrica la gran sintonía existente entre Balanchine y Stravisnki, mucho más que la simple amistad de dos compatriotas rusos varados en Norteamérica. El músico de Drianienbaum puso su ritmo endiablado para este infierno rojo.
Y anoche el finlandés Nissinen acertó a sincronizar ese caudal de sentimientos musicales con la coreografía del destello llameante, de los cuerpos como reflejos, de las puntas como tas de joyero.
Un perfecto broche para una velada presidida por la corrección y por cierta nostalgia hacia la mejor danza del siglo XX.